“Una andaluzada de cierta dignidad”, definió Enrique Baltanás La Lola se va a los puertos. Podría decirse así. Es un homenaje al
cante flamenco, encarnado en Lola, esa mujer que parece “el metro de platino
iridiado” que nos dibujó Álvaro Pombo
en su memorable novela: un compendio de sabiduría, esa que se nos perdió en
conocimiento, según Eliot, y que es
lo que se quiere que sea el cante, entre otras cosas. Tipos mediocres de
diverso pelaje se enamoran de ella, incluyendo el menos mediocre de todos, el
guitarrista Heredia, no en vano es el complemento sine qua non de su arte: “Sin
Heredia no canta Lola”, viene a decir con orgullo el tocaor. El caso es que se
la disputan un padre y un hijo y esa disputa sirve para crear una mínima trama,
pero Lola no se queda a ninguno, pues es una especie de Diana del flamenco
(“Mis labios se tocan pero no se besan”). El diálogo está compuesto en un verso
sonoro que hay que decir, por supuesto, con acento andaluz, de Sevilla o de los
puertos, a los de la Meseta nos da igual, y además la localización es incierta,
creo recordar. En ese verso sonoro se destaca la esgrima verbal entre Lola y
Rosario, la novia despechada que acaba, también, fascinada por la artista. Las
acotaciones nos guían demasiado en la lectura, y de hecho supone un auténtico
reto para el actor el reproducirlas en la representación.
Nunca agradeceremos bastante a los promotores de la vieja
colección Austral que nos facilitaran obras como estas, hoy que apenas se
editan, a pesar de sus autores. Que, como todo el mundo sabe, son Manuel y Antonio Machado.
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