A muchos periodistas se les bloquea la vejiga urinaria
cuando oyen al Papa hablar de una “Iglesia pobre y para los pobres”. Como
tuiteaba alguien, hay aquí muchos expertos en saber de qué tienen que
desprenderse los demás. No lo digo por Francisco,
que seguramente sabe muy bien lo que es el espíritu de pobreza y lo vive estupendamente,
sino por todos los que piensan que los obispos se pelean por salir en Esquire con su sotana de Loewe (si Loewe
confecciona sotanas, que no lo sé), que en los descansos del cónclave se
enseñaban fotos de su limusina o de los espléndidos cortinones de sus aposentos
y que en sus noches locas retozan con cortesanas pintadas de oro, como
Goldfinger. En definitiva, el tópico del jerarca al que se le atraganta su opípara
cena cuando un curita de barrio le habla de justicia social. Los que propagan esa
imagen se hallan siempre a la espera de un nuevo mesías que devuelva a la Iglesia su pureza, que se
supone consiste en decir misa en camiseta y con vasos de plástico de a cero
veinte el pack, previa remoción de los cimientos de un establishment que se habría caído, al fin, de viejo.
Pobres pobres. Su uso como pantalla para no escuchar cosas
incómodas tiene una larga tradición. Una Iglesia reducida a voluntariado sería
ideal para que dejara de molestar con esas pejigueras sobre la inviolabilidad
de la vida humana o la santidad del matrimonio, por ejemplo. Sí, es fácil decir
de qué tienen que desprenderse los demás. Lo difícil es ver de qué tiene que
desprenderse uno mismo: de qué cosas o de qué ideas, costumbres o prejuicios.
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