Lo que más me impresiona en el texto de renuncia de
Benedicto XVI es ese guante involuntariamente lanzado a los electores y al
pontífice siguiente: "en el mundo de hoy..., para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el
vigor tanto del cuerpo como del espíritu". Ya no estamos en la vieja cristiandad, sino en la jungla global. El papa ha de ser el héroe, el discreto y el político de Gracián, todos juntos.
Pero es el también lo peliagudo. Junto al vigor se requiere la santidad. Sin ella esta renuncia podría
convertirse en un peligroso precedente. Cualquiera podrá ceder a la tentación
de la renuncia una vez que sus fuerzas se vean menguadas. Sólo la santidad de
vida sabrá discernir cuándo hay que seguir y cuándo hay que dejarlo. No me cabe
duda de que Benedicto XVI ha pasado las de Caín antes de ver claro. Al fin y al
cabo, se jugaba el alma. Juan Pablo II (que habría podido gobernar un imperio
desde la UCI) supo que tenía que seguir hasta la muerte. Cuando Benedicto XVI
entre en el convento lo hará con la conciencia de haber obedecido una vez más,
como lo hizo el 19 de abril de 2005.