Tú, que tan prodigiosa autoridad tenías a mis ojos, no
respetabas las órdenes que tú mismo dictabas. De aquí resultó que el mundo se
dividió en tres partes: una, aquella en que yo vivía como esclavo, sometido a
leyes que sólo habían sido inventadas para mí y que, por añadidura, nunca podía
cumplir satisfactoriamente, sin saber por qué; otra, que me era infinitamente
lejana, y en la cual vivías tú, ocupado en gobernar, en dar órdenes y en
irritarte porque no se cumplían; por último, la tercera, en que los demás vivían
dichosos, exentos de órdenes y de obediencia.
Vaya. Tantas interpretaciones metafísico-políticas de El
proceso, para acabar reduciéndose a un ajuste de cuentas con la infancia.