José Javier Esparza me está dejando perplejo con algunos de sus últimos escritos, en los que cae en una confusión típicamente progre, pero del
lado contrario, es decir, siendo partidario. Es la de pensar que las
intervenciones de la jerarquía eclesiástica en asuntos públicos con
implicaciones de orden moral o antropológico significan meterse en política.
Esparza, ya digo, es partidario, y le molesta que la jerarquía, según
él, haya dejado de hacerlo.
En la entrada de su blog titulada "La fuga de los pastores" y en el artículo sobre la renuncia de Benedicto XVI,
considera censurable que la Iglesia se dedique solo a "buscar espacios de
libertad". En realidad, en un mundo como el nuestro, que siendo plural no
deja de ceder a tentaciones totalitarias, buscar esos espacios de libertad no
es pequeña tarea, ni escaso logro el encontrarlos. Es más, es condición
indispensable para hacerse oír y ejercer después esos compromisos que Esparza
tan sorprendentemente echa de menos. Sorprendentemente, porque el laicismo no
deja de reprochar a la Iglesia semejantes tomas de partido.
El fenómeno que llamamos unión de altar y trono
respondió a unas condiciones históricas y obedeció menos a un deseo de la
Iglesia que de los Teodosios, Clodoveos, Felipes y Luises.
Hoy es tan inviable como indeseable, sobre todo porque el trono ha mostrado
siempre una acusada y fastidiosa tendencia a llevar los pantalones en
ese matrimonio. De hecho, es un mal que aqueja a cualquier facción política.
Cuando José Javier Esparza, al tiempo que afea a los pastores su apatía política, les echa en cara que "sostengan
acríticamente al gobierno" (?!), ¿no estará quizá lamentando que no se alineen con su propio partido, o línea editorial, que para el caso
tanto da?
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