Las fábulas que sirven a Cunqueiro como punto de
partida de sus historias parecen ser el mundo mismo: un marco, un
espacio-tiempo particular dentro del cual se mueve todo. Sí, porque aquí, por
ejemplo, Egisto, Clitemnestra y Orestes parecen inmóviles en su tragedia. No se
dirigen a ninguna parte, han quedado petrificados en la espera de la venganza
y, como de costumbre, en torno a ellos se suceden mil anécdotas que acaban y
terminan en un fulgor, como bengalas, y de las cuales ellos mismos pueden ser
protagonistas, pero siempre sin desenlace.
En definitiva, es el mismo libro de Cunqueiro, ahora
con Orestes como antes con Merlín o con Ulises. La misma estructura, idénticas
características, y sin embargo de imaginación inagotable. Cuando aún no te has
repuesto de una sorpresa, llega la siguiente, en forma de personaje pintoresco,
de suceso peregrino o simplemente de invención verbal.
Cunqueiro es un maestro a la hora de sacar partido
del galleguismo: del giro lingüístico gallego, quiero decir, que contribuye a
dar un aire arcaico o novelesco a la frase. Creo que él era consciente de esto,
pero también es cierto que ese matiz puede perderse en el original gallego,
cuando lo hay (no es el caso del Orestes). Sucede, por ejemplo, con el
pluscuamperfecto simple: llegara, tuviera. En todo caso, el
galleguismo sería sólo una ínfima parte de los recursos que Cunqueiro
pone aquí en acción para conseguir un espectáculo deslumbrador.
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