En un artículo sobre Knut
Hamsun, Vintila Horia empezaba
preguntando: ¿Quién no ha leído, en su juventud, una novela de Knut Hamsun? Más o menos por la misma época,
un profesor mío de universidad se ponía: ¿quién no ha leído alguna vez una
novela de François Mauriac? Es la
clase de preguntas que te hacen sentirte como un marciano. Mi única experiencia
con Hamsun (Bajo las estrellas de otoño) me dejó con cara de tonto, y aún hoy
no sé qué es lo que leí. Ahora abordo por primera vez a Mauriac y la impresión es totalmente diversa, pero me cuesta
imaginar a los españoles del 45 al 85 peleándose por la última reedición.
Luis se va a morir y concentra sus últimos esfuerzos en
encontrar el modo de desheredar a sus hijos. Es malo, y no deja de decírnoslo. Y además, ateo y masón, y goza
pillando a su mujer con trampas dialécticas sobre la religión. Sólo quiso a su
difunta hija María y a un sobrino llamado Lucas. Los hijos, hijos políticos y
nietos, por su parte, sin hacer ostentación de odio, se muestran como unos egoístas
de campeonato y sólo esperan la muerte del malvado abuelo, cuya última baza es
dejar su fortuna a un hijo ilegítimo al que apenas conoce.
Es una novela de suspense espiritual, por así decir, pues
sospechamos que la gracia de Dios acabará tocando a Luis. Pero Mauriac, con un exquisito pudor
literario, nos oculta la solución y deja que seamos nosotros quienes averigüemos
el cómo, cuándo y por qué de su conversión,
si es que se produce, a partir de los datos de su diario. Un foro sobre esta
novela sería apasionante.
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