Ayn Rand (Los que vivimos) describe una celebración
en una ciudad de la URSS.
En la pantalla desfilaba una manifestación por las calles de
una ciudad, celebrando una victoria. Banderas y rostros pasaban lentamente,
moviéndose como figuras de cera que obedecían a hilos invisibles: semblantes jóvenes
enmarcados por pañuelos oscuros, semblantes viejos arrebujados en bufandas
hechas a mano; rostros bajo gorras militares, rostros bajo gorras de pieles,
todos iguales, impasibles y sombríos, con la mirada vacía, los labios sin forma
ni expresión. Desfilaban sin alterarse, sin músculos, sin más voluntad que los
adoquines que pisaban sus pies que parecían inmóviles, sin más energía que las
banderas rojas semejantes a velas izadas al viento, sin más fuego que el calor
sofocante de millares de epidermis, de millones de músculos relajados y débiles;
sin más aliento que el olor a sobaco sudado, a nuca inclinada, a pies cansados:
desfilaban, desfilaban en un incesante y monótono movimiento que no parecía
vivir.