Sucede que a Julia, restauradora del museo del Prado, joven
y bella (princesa y héroe a la vez), le da por buscar tres pies al gato en una
pintura flamenca titulada Partida de ajedrez…
y los encuentra. El misterio escondido en el cuadro (el asesinato de uno de los
jugadores, nobles reales de la época) lo revalorizaría enormemente en las
subastas. Y lo que podría ser solo un conflicto de intereses se transforma en
una pesadilla cuando un diabólico personaje que actúa en la sombra decide jugar
aquella partida con muertos reales de por medio.
La inverosimilitud a la que me refiero está en esa
perfección matemática con que se desarrolla la trama, con el malo ejecutando
sus estrategias y uno de los buenos, lumbrera del ajedrez, respondiendo. Ya
digo, nada importa esto gracias a la facultad de Pérez-Reverte de crear personajes fuertes (César, el árbitro de la
elegancia homosexual, o Muñoz, el Sherlock Holmes del ajedrez en figura de oficinista
astroso) y a su habilidad complementaria para retratar a los estúpidos.
También, ya lo dije, a su maestría para conducir la historia.
Lo de diabólico no es un decir: el jugador en la sombra es,
como Satanás, alguien a quien una herida mortal en su orgullo lleva a perderse
y a perder a otros, ejerciendo de paso un poder seductor compatible con su
refinamiento en el mal. ¿Excesivo? Novelesco.
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