24 febrero 2024

La tabla de Flandes

La trama es a todas luces inverosímil pero resulta subyugante. Una vez más me sorprende la capacidad de este tipo para contar una historia. Tal vez tanto los personajes como el narrador caigan un poco en la altisonancia, pero eso es pasarse un poco con la levadura, y nada más.

Sucede que a Julia, restauradora del museo del Prado, joven y bella (princesa y héroe a la vez), le da por buscar tres pies al gato en una pintura flamenca titulada Partida de ajedrez… y los encuentra. El misterio escondido en el cuadro (el asesinato de uno de los jugadores, nobles reales de la época) lo revalorizaría enormemente en las subastas. Y lo que podría ser solo un conflicto de intereses se transforma en una pesadilla cuando un diabólico personaje que actúa en la sombra decide jugar aquella partida con muertos reales de por medio.

La inverosimilitud a la que me refiero está en esa perfección matemática con que se desarrolla la trama, con el malo ejecutando sus estrategias y uno de los buenos, lumbrera del ajedrez, respondiendo. Ya digo, nada importa esto gracias a la facultad de Pérez-Reverte de crear personajes fuertes (César, el árbitro de la elegancia homosexual, o Muñoz, el Sherlock Holmes del ajedrez en figura de oficinista astroso) y a su habilidad complementaria para retratar a los estúpidos. También, ya lo dije, a su maestría para conducir la historia.

Lo de diabólico no es un decir: el jugador en la sombra es, como Satanás, alguien a quien una herida mortal en su orgullo lleva a perderse y a perder a otros, ejerciendo de paso un poder seductor compatible con su refinamiento en el mal. ¿Excesivo? Novelesco.

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