La claridad es la cortesía del filósofo, decía Ortega. Podía añadirse que también es la del novelista. Si es así, Henry James, en sus últimas novelas, es un descortés de tomo y lomo. Y por eso le digo adiós muy buenas. No se pueden escribir cuatrocientas páginas en este plan:
…cuando el pobre Strether se planteó que la maldad referida era, en
última instancia, o tal vez incluso en última insolencia, lo que una escena
como la que tenía ante sus propias barbas había, por así decir, construido,
apenas si pudo soslayar el dilema de auscultar un eco indirecto de aquellas
presencias plurales en casi todo cuanto acontecía. (Los embajadores, libro tercero,
I)
No, señor, que no se te entienda nada no es un mérito
literario. Pero además todas esas sutilezas se quedan en la superficialidad. James nos narra punto por punto cada
reacción del personaje, como un psicólogo con buena pluma que siguiese a su
paciente allá donde va y tomase nota. Pero se queda en eso, en la psicología,
sin que asome por ninguna parte la moral o la metafísica, como en un Dostoievski, por ejemplo, que ese sí
que es profundo sin ser ininteligible, o como en un Bernanos. Y cuatrocientas páginas de psicología pura me interesan
tendiendo a cero. Me siento perdiendo miserablemente el tiempo.
Le dejo alrededor de la página ciento* sin haber entendido
maldita la cosa y me meto en Sandor
Marai (La hermana). ¡Uf, qué
descanso! Aquí tenemos moral, tenemos metafísica… y tenemos peripecia. Es como
volver a pisar tierra firme después de haber andado entre nubes extrañas.
Volveré a Los
embajadores, pero a pequeños trancos. “No es para lectores impacientes”,
dice Carabante. Será eso.
*Supongo que la Academia habrá cedido a los hechos consumados y permitirá ya decir cien aunque a continuación no vaya un nombre. Pero yo le tengo simpatía al uso antiguo.