Según la famosa apreciación de Chesterton, el
catolicismo te exige que al entrar en la iglesia te quites el sombrero, no la
cabeza. He comenzado a leer las memorias de Evgenia Ginzburg, una mujer
represaliada por Stalin, culpable de no haberse quitado la cabeza al
entrar en el partido; esto es, haber puesto su intelecto al mismo nivel que su
fidelidad al líder. Al mismo nivel, y no más alto, pues tras su experiencia
carcelaria Evgenia Ginzburg siguió manteniendo su fe comunista. He
dicho fe:
En nuestro partido, en nuestro país, reina de nuevo la
gran verdad leninista. (página 27, edición Galaxia Gutenberg)
La gran verdad. Es chusco esto, si uno tiene en
cuenta que hoy día asociamos a la izquierda política con el relativismo. Dado
que los asertos de Lenin no pueden ser comprobados empíricamente, hay
que concluir que es la fe lo que llevaba a aquellos tipos a tenerlos por
verdad. Y una fe tanto más admirable cuanto que tampoco después de Stalin
el partido siguió produciendo más que indigencia económica, moral e
intelectual. Pero es que además, si Stalin desapareció de Rusia, gente
como él ha actuado acá y allá donde se ha instalado la famosa verdad: díganlo
Steinhardt, Valladares, Mindszenty o los osarios de
Camboya, que hablan mejor que todos ellos. Supongo que ni Ceaucescu ni Castro
ni Pol Pot eran realmente comunistas, tampoco.
Oh desdichada ideología, que allá donde aterriza es
secuestrada por psicópatas o atrofiada en su desarrollo por el feroz
imperialismo capitalista. Bueno, desdichada... o feliz, ya que sigue aún
cosechando adeptos, a pesar de tan mal fario.