Una de los diagnósticos que me parecen más acertados sobre
el siglo XX, o más exactamente sobre la cultura de los años que abarcan hasta
la Segunda guerra mundial, es el que hace Gonzalo Redondo cuando define esa época como la
crisis de la cultura de la modernidad: un hombre desorientado que ha dejado
de entenderse a sí mismo tras haber comprendido que nunca será Dios en lugar de
Dios. Pues bien, una buena formulación de esa crisis la hace Fernando Pessoa en el punto 175 de su Libro del desasosiego:
Cuando nació la
generación a la que pertenezco encontró el mundo desprovisto de apoyos para
quien tuviera cerebro y al mismo tiempo corazón. El trabajo destructivo de las
generaciones anteriores hizo que el mundo al que nacimos no tuviera seguridad
que darnos en el orden religioso, ni apoyo que darnos en el orden moral, ni
tranquilidad que darnos en el orden político. Nacimos ya en plena angustia
metafísica, en plena angustia moral, en pleno desasosiego político. Ebrias de
las fórmulas externas, de los meros procedimientos de la razón y de la ciencia,
las generaciones que nos precedieron derrumbaron todos los fundamentos de la fe
cristiana, porque su crítica bíblica, pasando de crítica de los textos a
crítica mitológica, redujo los evangelios y las anteriores escrituras sagradas
de los judíos a un montón confuso de mitos, de leyendas y de simple literatura;
y su crítica científica fue anotando gradualmente los errores, las salvajes
ingenuidades de la “ciencia” primitiva de los evangelios; y al mismo tiempo, la
libertad de discusión, que trajo a la luz pública todos los problemas
metafísicos, arrastró con ellos los problemas religiosos cuando eren de
carácter metafísico. Ebrias de una cosa incierta a la que llamaron
“positividad”, esas generaciones criticaron toda la moral, escudriñaron todas
las reglas de vivir, y, de tal choque de doctrinas, sólo quedó la seguridad de
ninguna de ellas, y del dolor de no existir esa seguridad. Una sociedad así
indisciplinada en sus fundamentos culturales no podía, evidentemente, ser sino
víctima, en la política, de esa misma indisciplina; y así fue como despertamos
a un mundo ávido de novedades sociales, y que con alegría se lanzaba a la
conquista de una libertad que no sabía lo que era, de un progreso que nunca
había llegado a definir.
Pero el criticismo
frustrado de nuestros padres, si nos legó la imposibilidad de ser cristianos,
no nos legó la satisfacción de poseerla; si nos legó la falta de fe en las
fórmulas morales establecidas, no nos legó la indiferencia ante la moral y ante
las reglas de vivir humanamente; si dejó en la incertidumbre el problema
político, no dejó indiferente nuestro espíritu ante la posible solución de ese
problema. Nuestros padres fueron felices destruyendo, porque vivían en una
época que todavía conservaba reflejos de la solidez del pasado. Era aquello
mismo que ellos destruían lo que daba fuerza a la sociedad para que pudieran
destruir sin sentir resquebrajarse el edificio. Nosotros heredamos la
destrucción y sus resultados.
En la vida de hoy, el
mundo pertenece sólo a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El
derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy casi por las mismas vías por las
que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la
amoralidad y la hiperexcitación.
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