Puede que lo que voy a decir parezca una salvajada, pero el
hecho es que no me llaman nada esas demostraciones colectivas de consternación
que suelen organizarse tras una masacre en suelo europeo o norteamericano.
¿Ahora nos desayunamos con el misterio de iniquidad? ¿Nunca ha matado la
gente, por un montón de causas, unas más explicables, otras menos? No estoy
justificando nada, simplemente constatando que el ser humano, a veces, comete
maldades, y no puede uno comportarse como si eso fuera cosa de la famosa Edad
Media.
La gente mata y es terrible, pero en lugar de horrorizarse
como niñas bobas lo que procede es que quien tiene el monopolio de la violencia
en los Estados de derecho persiga a los criminales, los cuelgue de los
compañones en sentido real o figurado y tome rápidamente las medidas
encaminadas a evitar una repetición del acto. Por supuesto, no deben faltar las
honras fúnebres, públicas y privadas, a las víctimas. Pero tal vez sobren esas
solemnes representaciones de un horror por lo demás efímero, sobre todo cuando,
como suele suceder, se conciben como alternativa a la represión, que
se entiende como venganza, y las anima
un sospechoso espíritu de equidistancia y de compunción por la parte que
se supone que le tocaría a nuestra sociedad por haber hecho actuar de modo tan
espantoso a esos muchachos a quienes han idealizado los libros escolares y
la grotesca clerecía instalada en los centros de enseñanza.