Bradomín llega a uno de esos lugares frondosos con alguna
que otra ruina y llenos de colores, olores y rumores. Se entrevista con
marquesas y obispos y conoce a jovencitas tan etéreas como sensuales. Alguien
se muere en la cama mientras suenan las fuentes y cantan las niñas. Nadie
levanta la voz salvo, tal vez, en el momento supremo, en forma de chillido.
Nadie corre, salvo quizá para acudir al grito, en el mismo momento. Todo el
mundo siente nostalgia. Se goza la melancolía, se saborea a veces. La santidad
es una estampa conventual a la que Bradomín sueña con añadir el toque maestro
de la profanación elegante. De vez en cuando el contrapunto de lo carnavalesco,
a lo Venecia, claro, no a lo Tierno Galván. Pero no está ahí la
estilización del pecado, sino que ha de surgir en el escenario más místico, a
ser posible brotando de la virtud misma, o de su apariencia. Y tal vez acabe
pagando el inocente. Todo eso y muchos más tópicos es el Valle-Inclán de
las Sonatas. Algo fácil de parodiar, quizá, pero le sirvió como rodaje
para lo que después fue el esperpento, una especie de negativo de todo
este mundo. Y en todo caso sigue siendo una delicia.