George Orwell vino a combatir a España convencido de que el
fascismo era el gran enemigo en aquella hora histórica (y convencido de que lo
que combatía en España era el fascismo). Nos cuenta sus vicisitudes en un
batallón catalán del POUM (él estaba afiliado a un partido de similar
orientación allá en Inglaterra), que no fueron lo que se dice gloriosas, puesto
que los motivos centrales de su narración son la falta de verdadera acción y la
escasez y malas condiciones del armamento. Sin embargo, le gusta la compañía de
los españoles, para los que tiene palabras elogiosas a pesar de que afea
repetidamente su indolencia. Una bala que le atraviesa la garganta sin más
consecuencias que la falta pasajera de voz es lo más parecido a algo heroico
que tiene ocasión de vivir.
El auténtico peligro vino después, en la retaguardia. De
hecho, lo más famoso de esta obra es también lo más interesante de ella. Me
refiero a los dos apéndices, donde hace la crónica de la persecución de los
poumistas por parte de un PSUC a las órdenes de Stalin y controlador de las
fuerzas del orden. Orwell contempla a los estalinistas como
contrarrevolucionarios, partidarios de pactar con el orden establecido y cortar
así las alas al pueblo: cómplices del fascismo, en suma, que era, irónicamente,
aquello de lo que les acusaban los estalinistas a ellos mismos. Orwell consiguió
huir a tiempo de aquel infierno dentro del infierno. No sé si por el tiempo en
que escribió sus obras mayores había aprendido que tanto unos como otros
desembocaban en el peor totalitarismo, por encima de los famosos fascistas.
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