Hace tiempo me metía yo aquí con los románticos de la
lectura, que dicen que sólo se debe leer por placer. Pues bien, no entiendo
cómo alguien puede leer a Kafka por gusto. Es un auténtico narrador de
pesadillas, lo cual tiene su mérito, sin duda, pues no es nada fácil narrar
bien una pesadilla. Y al decir pesadillas no me refiero a monstruos que se te
quieren comer o cosas así, como alguna serie juvenil titulada de esa manera.
Hablo de sueños angustiosos, obsesivos, desasosegantes, que pueden consistir en
cosas cotidianas, pero transfiguradas de la manera que solo sabemos hacer los
humanos cuando dormimos. Un interrogatorio a las tres de la mañana, tú que te
metes en una habitación donde un tío insomne te habla sin parar, tus propios
intentos de compartir su cama para dormir por fin un poco, un trabajo absurdo
de bedel que nunca empieza, estar (simplemente estar) en una posada a la
espera de no se sabe qué..., sólo Kafka es capaz de sostener trescientas
páginas con este tipo de situaciones, y darle un toque onírico inconfundible.
Este tipo es el mejor desmitificador del concepto de sueño. Y además no
termina la novela, yo creo que adrede, para que tengas la sensación de
despertarte de repente, como en las pesadillas.
Ya sé que no es la manera más airosa de comentar a Kafka:
sería mejor aventurar una interpretación simbólica más. Eso se lo dejo a Hannah
Arendt, por ejemplo, que firma un buen artículo en el prólogo de esta
edición que he cogido (Galaxia Gutenberg). Tampoco es que sea una interpretación
más: dice la doña que lo de Kafka es hacer una maqueta de la realidad, o
un plano. Tú ves un plano y aquello no es el sitio, pero te permite ver cuál es
su estructura y la relación entre sus partes. Tal vez, tal vez sea kafkiano el
ordenamiento del mundo, por supuesto sin el factor Dios, o mejor dicho, sin el
factor Cristo, y quizá por eso tenga sentido el considerar a Kafka
como el mejor intérprete de la conciencia del siglo XX.
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