Thomas Mann es
sobrecogedor narrando agonías. Al leer aquí la de la señora Buddenbrook me vino
a la memoria el niño con meningitis de Doktor
Faustus, cuyo nombre y papel en la novela no recuerdo pero que desde
entonces hace que se me ericen los pelos cuando oigo hablar de esa enfermedad.
Lo mismo me podría pasar desde ahora con la neumonía (“¡Algo para dormir,
caballeros!”) si no me constara lo que hemos avanzado en cuestión de sedación. Y
eso para no hablar del relato de una extracción de muelas de las de entonces,
que también aparece aquí.
El caso es que en Los
Buddenbrook, como en La montaña mágica,
la enfermedad se asocia a la lucidez, a una extraña lucidez que se impone sobre
una vida superficial que puede arrastrarse durante años, incluso con éxito,
como es el caso del cónsul y luego senador Thomas Buddenbrook. Las expectativas
de este hombre se ven truncadas con la personalidad hipersensible y enfermiza
de su único hijo, tipo del artista romántico, que muere después de una
arrebatadora improvisación musical. Pero previamente el senador había hecho ya
la experiencia del dolor como paso previo a una muerte que se le aparece como
la vida definitiva.
Por cierto, que sólo Thomas
Mann es capaz de narrar la muerte de un personaje dedicando un larguísimo
capítulo a contar un día normal de su vida para en el siguiente describir con
pelos y señales, y con frialdad de enciclopedia, la enfermedad de la que murió
(“El tifus cursa del siguiente modo:”)
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