16 julio 2008

Diario de un cura rural


Bernanos se mueve a grandes profundidades, y una segunda lectura no acaba de despejar los arcanos de tantos diálogos como aparecen en la novela. Lo que más gratifica al lector medio, en esta obra, son los grandes discursos del cura de Torcy, sobre la alegría cristiana y sobre la Virgen. Sin embargo, hay más riquezas que admirar en ella: por ejemplo, el contraste entre los dos curas; el de Torcy, dotado del don de la fortaleza, al menos al nivel humano, y el narrador, humanamente débil. Y sin embargo, ambos son excelentes sacerdotes, grandes directores de almas: vemos al Espíritu actuar a través del soporte, a veces flojo, de sus hombres. No es que nuestro cura sea tibio; de hecho, apreciamos una fe y una esperanza bien ancladas a pesar de esas venidas abajo, esas hojas arrancadas en el diario que quizá velan gritos de angustia, quejas desgarradoras, que no son sino pequeños getsemaníes. Es un hombre inseguro, sin el asidero del carácter recio de su colega, y creo que es un gran acierto por parte de Bernanos el presentárnoslo enfermo, para terminar de perfilar su humana insignificancia, de modo que no vayamos a pensar en él como un titán cuando lo vemos enfrentado a esas criaturas orgullosas que acaban echadas a sus pies (a los pies de Cristo) después de una batalla sin cuartel, en esos diálogos a los que antes aludía, de profundidad abismal (y celestial).


Nota redactada en agosto del 2007

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