Lo de Vintila Horia por España fue una pasión. Y José Ramón Ayllón me recordaba esta mañana, a través de uno de sus libros, que la pasión funciona a modo de unas gafas de sol que deforman la realidad a gusto del apasionado. Si los tradicionalistas creen a pie juntillas en una esencia metafísica de España, esta va a encontrar en Vintila Horia su más esforzado paladín. Felipe II fue el santo que emprendió la gran aventura de conquistar un imperio para Cristo. Fracasada esta última posibilidad de Cristo en la tierra al hundirse la Invencible, uno no puede sino ser pesimista con respecto al destino del mundo, hundido en las tinieblas del Humanismo y la Reforma. Se pregunta incluso, por boca de su personaje, si será lícito seguir llamándose cristiano después de aquel fracaso. El entierro del conde de Orgaz no sería sino el mejor símbolo de toda esta tragedia, y el Escorial, renacentista y pagano, la cifra de todo lo que condujo al fracaso.
No sé si será lícito atribuir a Vintila Horia todo lo que expresa aquí el Greco, su Greco. Pero me da la impresión de que está hablando terriblemente en serio, y que no le importa, a pesar de su rancio tradicionalismo, situarse alguna vez en la heterodoxia como cuando pone en duda la existencia del infierno. En todo caso, insisto, se trata de una pasión, la pasión del exiliado que ha encontrado al fin una segunda patria y con ella las claves de la existencia. Eso, al menos, supuso él siempre. Y no niego que haya en su visión de la historia grandes espacios de verdad.
Nota redactada en enero de 2003.
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