André Frossard escribe una segunda parte de su testimonio sobre la propia conversión. Nunca en su vida dejó de asombrarse de cómo pasó de ateo a católico en un instante, por una iluminación recibida en una iglesia. Y, sin embargo, pienso que estaba predispuesto, ya que, según él mismo dice, era un ateo de verdad, de esos a quienes la Iglesia les importa bastante poco, y Dios sencillamente sabemos que no existe. Aquello no puede ocurrirle a un anticristiano de esos cuya vida se funda en atacar a la Iglesia porque Dios les ha interpelado y lo han rechazado, esos que cuando rechazan a Cristo están huyendo de su propia fe, como el Juliano de la obra de Ibsen.
Frossard repasa
aquí, como en una meditación personal, fragmentos de su propia vida en relación
con su descubrimiento de Dios, deteniéndose de modo especial en su experiencia
de los campos de concentración, piedra de toque para cualquier esperanza,
ciertamente. Me quedo, sin embargo, con la definición que hace del socialismo
como un rechazo de la condición humana tal como ha sido querida por Dios:
El socialismo no es una economía; es una metafísica a base de rechazo:
rechazo de la condición humana, tal como ha sido formada por los siglos
considerados oscurantistas y opresores; rechazo a un creador y a un legislador
supremo; rechazo del orden impuesto, aunque éste venga impuesto por la
naturaleza, y […] rechazo a
convertirse en imagen de otro, tal como la Biblia nos dice que somos […], aunque este otro fuera aquel ser
refulgente que los cristianos llamaban Dios y predicaban Adorable antes de
denominarlo Omega y de adorarse tan solo a sí mismos.
Es curioso, porque esto define mejor al socialismo de hoy,
comprometido con lo queer, lo woke y demás paridas, que a aquel
socialismo que aún podía seducir a mentes normalmente desarrolladas. Me apunto
también la defensa que hace de María
medianera, tomando pie del papel mediador de toda mujer:
No se podía –se nos decía—reconocerle esta cualidad sin retirarle a su
Hijo; si bien todas las mujeres (que basan su existencia en interponerse entre
el padre y los hijos, entre el mundo y el marido, entre los chicos y las
chicas; que son las primeras en recibir todos los golpes de la vida, esforzándose
en proteger de ellos a sus íntimos; que son las delegadas de oficio en los duelos
y sinsabores…), todas las mujeres serían mediadoras por naturaleza, exceptuada
la Virgen María.
Lo último es ironía, claro. He de añadir que no comparto el entusiasmo de José Ramón Ayllón, que lo prologa, por su prosa "bellísima" ni creo que sea un libro tan interesante.
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