El clásico conflicto entre padre, hijo y madrastra joven,
esta vez con intereses crematísticos de por medio. Esos intereses crematísticos
llevan el nombre de la granja en que viven, cuya posesión se disputan el hijo,
llamado Eben, y la madrastra, llamada Abbie, porque el padre es ya vejete. Hay
otros dos hijos, hermanastros de Eben, que han aceptado la oferta de este de
comprarles su parte de la heredad, con un dinero que tenía escondido bajo un
listón de madera. Peter y Simon (que así se llaman) se van a California, más
contentos que unas pascuas, en busca de oro. Cabot, que así se llama el padre,
no tarda en lucir cornamenta, a pesar de todo, porque la avidez de Abbie no se
limita al dinero. Cuando entre hijastro y madrastra consiguen dar otro heredero
a Cabot, Abbie ya ha relegado la granja a segundo plano, y en su pasión por
Eben llega a asesinar al bebé, pensando que eso le complacía a su amante. Como
bien dice el autor de la “nota previa”, ambos aceptan el castigo como deuda con
la sociedad, aunque sin estar arrepentidos.
Uno se acuerda de Medea
y de Fedra, y también de El castigo sin venganza, aunque con
ventaja para estas, claro. De hecho no comprendo por qué esta obra es tan
famosa, salvo por recordarte que los temas y los caracteres de la tragedia
clásica son eternos.
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