Cuando los impostores hablan de liberar a la masa, mienten. No basta
con escribir que la esclavizan, la prostituyen. La prostituyen con sus
fanáticos y a estos mismos fanáticos se han guardado bien de darles una
creencia, pero sí algunas ideas simples, elementales, tan violentas como
imágenes sexuales.
Empezando por la mujer, claro (escribo esto a poco de las
deleznables parrandas del 8 de marzo), que es como hay que empezar si quieres
corromper a radice una sociedad.
Serán ideas simples y elementales (y desquiciadas) pero se imponen con la
fuerza del poder y suponen un test de servilismo que hasta ahora está dando
excelentes resultados. Hasta las cátedras más venerables se hacen eco de la
retórica subnormal de unas ministras florero o, más bien, ministras pancarta,
mientras se amenaza con la miseria a quienes osan esgrimir la razón, la
naturaleza o la historia.
Es la última (hasta ahora) degeneración de la ideología, la
cual, como tantas veces se ha dicho, es una degeneración de la filosofía. No se
trata de unas ocurrencias de gente ignorante.
Para que tales seres aparezcan en el mundo, no bastaba con un mundo
injusto, era necesario que la noción de o justo y de lo injusto estuviese
profundamente degradada, y tal degradación fue el trabajo de los intelectuales.
Si alguien no entiende el porqué del empeño en hacer del
animal una criatura con derechos, equiparándolo al ser humano, quizá este libro
le dé también una pista.
En cuanto el hombre no es considerado, con un consentimiento general,
más que como una cosa entre las demás cosas –tan irresponsable de los altos y
bajos de lo que antes se llamaba su vida moral como una moneda de las
variaciones de cambio–, el clima de la civilización se vuelve excesivamente
favorable al nacimiento y a la multiplicación del animal totalitario.
Tal como advertía Martin
Rhonheimer (bueno, y como es fácil intuir) la equiparación del animal al
hombre no esconde sino un intento de degradar a este a la condición animal: así
se explica la eutanasia, entre otras cosas. Como decía el otro, ¿acaso no matan
a los caballos? Y, para esto, el hombre es el mejor cómplice, pues
no se entiende nada del hombre si se le considera naturalmente
orgulloso de lo que le distingue, o parece distinguirle de los animales. El
hombre medio no está en modo alguno orgulloso de su alma, no desea más que
negarla, la niega con un consuelo inmenso, como se despierta de un sueño terrible.
No en vano la ausencia de alma, y por tanto la ausencia de
libertad, supone la ausencia de responsabilidad. Por ello,
lejos de ser la consoladora ilusión de los simples, de los ignorantes,
la creencia en la libertad, en la responsabilidad del hombre, es a lo largo de
los milenios la tradición de las élites; es el espíritu de civilización, la
civilización misma transmitida por los genios.
Eso hasta que las élites declinaron esa función. Esa es la
verdadera y radical traición de los
intelectuales. La masa estaba esperándola:
Hubiese sido capaz de leer de lejos en los labios la sentencia que
estaba esperando, que iba a descargarla de su conciencia. El hombre no es
libre, ¡qué alegría! Y el sabio es tan poco libre como el ignorante, el
prudente como el loco, ¡qué alivio! La igualdad gana de golpe, de un golpe
decisivo, todo lo que pierde la libertad…
Con todo, la complicidad de la masa no se habría logrado tan
fácilmente sin otro factor cual es la propaganda. Constante, tenaz, sin prisa,
sin pausa.
…esta empresa universal de atontamiento cuyo desarrollo gigantesco,
bajo el nombre de propaganda, logrará tarde o temprano [ya lo ha hecho] tratar la opinión tan fácilmente, y con
técnicas tan seguras como cualquier otra materia prima…
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