Empiezo con una pega para después cantar a gusto los loores
de este libro: me mosquea que se tilde de fobia a las opiniones
contrarias a las de uno: es de sabor totalitario. Reconozco que es más
comercial imperiofobia que antiimperialismo, pero es importante
dejar a salvo la opinión de quien está en contra de las políticas
norteamericanas o de quien siente más simpatía por los galos o los germanos que
por Julio César.
Dicho lo cual, qué placer prolongado durante semanas. Es
casi lujurioso escuchar tantas cosas que debían haberse dicho hace tiempo, tan
juntas y sin dar pausa. Como simpatizante de Carlos V frente a los
comuneros, como quien siente gustirrinín con el final del soneto de Acuña,
“un monarca, un imperio y una espada”, como admirador infantil de Alejandro
Magno y gustador adulto de John Ford, me congratulo de que alguien
venga reivindicando los imperios sin el menor rubor. Esto en cuanto a lo
sentimental.
En cuanto a lo histórico, era hora de decir bien alto, con
el talento de quien ha sabido vender unas cuantas ediciones y acaba de sacar
una de luxe, que las revoluciones se han cargado a más científicos que
la cristiandad; que la Inquisición estuvo, entre otras cosas, para evitar que
las masas lincharan a las “brujas” como hicieron en otros lugares; que los
jesuitas hicieron más por la dignidad humana que los ilustrados; que uno de
ellos (de los jesuitas) habló de evolución de las especies antes que Darwin;
que mientras los españoles hicieron a los indios súbditos de la corona, Montesquieu
hablaba de la “servidumbre natural” de los indios y Voltaire de la falta
de virilidad del hombre imberbe, o sea el indio; que el descubridor de la
vacuna se habría muerto de asco si una expedición española para propagar su
invento por América no le hubiera hecho famoso; que un converso al catolicismo
no suele tener la pulsión irresistible de poner a caer de un burro a su antigua
iglesia, exactamente al contrario que un católico que se pasa al
protestantismo; que en Inglaterra no hizo falta inquisición para colgar del
cuello a todo aquel que no compartía la fe de la reina, y fueron unos cuantos;
que Donald Trump tendría una cara bastante parecida a la de Evo
Morales si hubiera habido, en la famosa “conquista del Oeste”, un fray
Antonio Montesinos que le espetara a Grant que se iba a ir al
infierno si no tenía en cuenta que los cherokees y los navajos tenían un alma
como la suya; y, como colofón, que las ideologías son como brújulas que uno se
monta en el cerebro de tal modo que todo lo que entorpece su mecanismo es rechazado
y destruido para que no nos indique otra dirección.
En fin: en poco tiempo hemos tenido una Natalia Sanmartín,
una Alicia Rubio y ahora una María Elvira Roca Barea diciendo
cosas que muchos piensan pero se empeñan en disimular, no vayan a creer por ahí
que disienten del rebaño. Como esto siga así, va a haber que cambiar el símbolo
anatómico que nos ha servido tradicionalmente para aludir al valor...
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