Hay un momento en que, si los ángeles pudieran burlarse,
estallaría en el cielo una solemne carcajada por la insensatez en la que
incurren los poderosos, los sensatos, los cultivados, ¡precisamente cuando se
vuelven impíos!
Esta reflexión de Romano Guardini viene al pelo
cuando acabo de leer algo sobre las sátiras de Mark Twain contra la
religión, en un panfleto reseñado hace años por Luis Alberto de Cuenca,
en el ABC. Como de costumbre, LAC se muestra entusiasmado con su
reseñado (todavía estoy por leerle una crítica negativa), pero yo no pude menos
de pensar que casi todos los argumentos contra la religión, por inteligentes
que sean los que las hacen, superan en poco a aquel pariente mío que decía que,
si Dios estaba en todas partes, ¿también estaba en la mierda?
En realidad, el que arremete de modo tan grosero contra la
religión suele hablar bajo el influjo de las pasiones, sobre todo de una. Mark
Twain lo demuestra cuando arguye que los hombres están locos por inventar
un paraíso del que esté ausente la actividad sexual: como si a un tipo perdido
en el desierto, dice, se la apareciera un genio que le ofreciera todo menos una
cosa, y el tío excluyera precisamente el agua. ¿Ven a lo que me refiero?
Y sin embargo, los paraísos inventados por los hombres son
los que de hecho están habitados por valquirias y huríes. Que el asuntillo
sexual esté ausente del paraíso cristiano (porque va infinitamente más allá de
nuestras pobres expectativas) no deja de ser una prueba de su carácter
revelado, es decir, de su verdad. Pero anda.