Nadie tan simpático a nuestro tiempo como el hereje. Por eso
es audaz Natalia Sanmartín cuando llama al pueblo de su invención San
Ireneo, nombre vinculado sin remedio a una obra titulada Contra los herejes.
El despertar de la señorita Prim es una obra muy explícita pero las
tesis no ahogan la narración ni hacen que pierda calidad como pieza
novelística. Como tal, es una buena historia de amor. De amor humano y divino,
por supuesto, y ya que digo esto aprovecho para señalar que la iniciativa de la
parte divina está estupendamente puesta de relieve.
Cierto que es una de esas obras de las que resulta difícil
juzgar a causa de tu simpatía por las cuestiones extraliterarias que plantea.
¿Hasta qué punto te gusta por sus virtudes literarias y hasta qué punto por
decir lo que piensas que debería ser dicho en voz muy alta? En todo caso,
insisto, pienso que aquí ese tipo de cuestiones están bien trabadas al hilo del
relato, un relato de gran contención expresiva y sabiduría narrativa. En esa
sabiduría incluyo el desenlace, en que todo está claro y nada está dicho.
¿Hay que ser de San Ireneo?, podría ser la pregunta. Esta
especie de utopía sin Estado es la figura de algo que existe, claro, pero no en
un lugar determinado, sino disuelto como la levadura en la masa, unas veces más
activa, otras menos. Eso no significa que haya que comulgar con todos los
aspectos de la vida en aquel lugar. Pienso por ejemplo en el rechazo a la
escuela y la apuesta a favor de la educación en casa. Pero reúne las
condiciones para que Prudencia Prim, mujer discreta en el sentido cervantino
pero moldeada por los presupuestos ideológicos del siglo XXI, descubra que, al
fin y al cabo, Dios contaba con ella. En ese sentido, El despertar de la
señorita Prim, que tiene mucho de Chesterton y de los grandes
conversos del pasado siglo, se alinea también con todas esas obras que, lejos
de rendirse al absurdo, afirman que la Verdad te encontrará a poco que busques y
digas sí en el momento adecuado.
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