Con los primeros capítulos de esta novela me vino a la
cabeza aquella ocurrencia de un personaje de Carlos Rojas: "Usted
no puede ser mi marido; se le parece demasiado". Porque Benjamin Black
ha conseguido una tan fiel imitación de las novelas de Raymond Chandler
que solo cabe levantarse y aplaudir. Hasta tal punto que a ratos uno dice: ni
siquiera Chandler puede ser tan fiel a sí mismo, son demasiados rasgos
de estilo acumulados uno tras otro. El modo de dirigir la trama, su aparente
complejidad, los diálogos, los símiles, los tipos (mujer fatal, empresario
criminal, pariente frívolo, poli gruñón, esbirros tan crueles como idiotas,
beldad inteligente en papel secundario), las situaciones, todo revela una
lectura atenta y devota de las aventuras de Marlowe hecha por un escritor de
talento.
Pero ese escritor tenía que dejar su sello. Puede ser
intencionado o no, pero lo cierto es que lo único que no es Marlowe aquí es el
propio Marlowe. Tiene su desencanto, su sarcasmo, su humor amargo y ese
quijotismo que le lleva a no abandonar la partida aunque la paga no compense el
riesgo. Pero nos cuenta demasiado de sí mismo. Al original lo veíamos sólo a
través de sus réplicas cortantes y sus calificativos, y consideraba que nos
importaban un bledo su pasado y sus sentimientos. Este se desliza con facilidad
al autoanálisis, es un tipo inseguro y flojea con las mujeres. Está en manos de
un literato que lo aproxima, sabiéndolo o no, al famoso héroe problemático
de la novela contemporánea. Incluso cita a un poeta. Y todo eso me hace gritar:
"¡tongo, tongo!", porque prefiero a mi héroe sin fisuras, pero no me
impide continuar hasta el final con la fábula y disfrutar como un tonto.
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