11 agosto 2015

Si se considera sagrada la vida humana, hay que renunciar a la revolución.


Es una frase de Trotsky que Celestino, el protagonista de El caos y la noche, había repetido  con frecuencia. Y sigue meditando el narrador siguiendo la mente de Celestino (¿y la de Montherlant?):

Ni la caída de Franco, ni la conquista del mundo por el comunismo, ni la guerra general, ni la explosión del planeta bajo la bomba atómica, nada tenía la importancia de esto: que iba a morir, que no había esperanza  y que su muerte era inminente. Esa cosa de la que tanto se hablaba, de la que él había hablado tanto toda su vida, la que había sembrado hasta la saciedad sin un escrúpulo, a la que se había expuesto hasta la saciedad sin una vacilación, esa cosa estaba allí. Dejar de existir: la cosa más banal y la más increíble, la más inverosímil. Y superaba en importancia a todo cuanto existía en la realidad y en el pensamiento, no tenía proporción alguna con todo lo que existía y todo lo que se podía concebir: un desastre sin comparación con cosa alguna. Lo que parecía tan poco importante en su juventud y en su edad madura tenía ahora una importancia aterradora, era lo único que importaba.