Hablaba el otro día de la flema británica a propósito de La
muerte del corazón. No es menor la que se gasta George Eliot a la
hora de narrar comportamientos deplorables como los que forman alguna de las
tramas de Middlemarch. La autora (Mary Ann Evans, para los
profanos) mantiene un exquisito tono neutro ante lo que los lectores no
dudaríamos en calificar con los peores términos, sea la mundanidad de unas, el
egoísmo de otros o la hipocresía criminal del tal Bulstrode, que constituye la
última parte de la novela.
Y es tanto más sorprendente cuanto que no nos hallamos ante
un relato objetivista, sino ante uno de los más descarados suplantadores de
Dios, como diría Vargas Llosa, que pueblan la literatura. George
Eliot lo sabe todo y lo explica todo de sus personajes, con una minucia y
una precisión de esas que te confirman en la idea de que nunca serás un
novelista. Y tiemblas ante la idea de haberte cruzado con esta mujer que podría
haberte diseccionado hasta la última fibra ante cualquiera si se lo hubiera propuesto.
Las tramas, como digo, son múltiples: han de serlo en una
novela que supera ampliamente las mil páginas; pero todas confluyen en Dorothea
Brooke, luego Casaubon, el personaje no solo más salvable de la obra, sino
incluso uno de los más ejemplares de la novela decimonónica, tan poco abundante
en personajes ejemplares, y ello a pesar de cierta ingenuidad y cierta
inseguridad. Ella, junto con algún otro personaje como Ladislaw, constituye la
cara amable de esa sociedad mesocrática cuyos vicios han sido tantas veces
retratados pero pocas con la elegancia y la sutileza con que lo hace esta
mujer. Habiendo disfrutado con Galdós y Clarín, los trazos
gruesos de ambos me parecen pinceladas de aficionado comparados con este
alarde.
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