06 marzo 2015

Middlemarch



Hablaba el otro día de la flema británica a propósito de La muerte del corazón. No es menor la que se gasta George Eliot a la hora de narrar comportamientos deplorables como los que forman alguna de las tramas de Middlemarch. La autora (Mary Ann Evans, para los profanos) mantiene un exquisito tono neutro ante lo que los lectores no dudaríamos en calificar con los peores términos, sea la mundanidad de unas, el egoísmo de otros o la hipocresía criminal del tal Bulstrode, que constituye la última parte de la novela.
 
Y es tanto más sorprendente cuanto que no nos hallamos ante un relato objetivista, sino ante uno de los más descarados suplantadores de Dios, como diría Vargas Llosa, que pueblan la literatura. George Eliot lo sabe todo y lo explica todo de sus personajes, con una minucia y una precisión de esas que te confirman en la idea de que nunca serás un novelista. Y tiemblas ante la idea de haberte cruzado con esta mujer que podría haberte diseccionado hasta la última fibra ante cualquiera si se lo hubiera propuesto.

Las tramas, como digo, son múltiples: han de serlo en una novela que supera ampliamente las mil páginas; pero todas confluyen en Dorothea Brooke, luego Casaubon, el personaje no solo más salvable de la obra, sino incluso uno de los más ejemplares de la novela decimonónica, tan poco abundante en personajes ejemplares, y ello a pesar de cierta ingenuidad y cierta inseguridad. Ella, junto con algún otro personaje como Ladislaw, constituye la cara amable de esa sociedad mesocrática cuyos vicios han sido tantas veces retratados pero pocas con la elegancia y la sutileza con que lo hace esta mujer. Habiendo disfrutado con Galdós y Clarín, los trazos gruesos de ambos me parecen pinceladas de aficionado comparados con este alarde.

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