Nuestra Scheherezade, vaya por Dios, vino a ser un
respetable varón, barbado o no, pero con el dedo admonitorio. Bien es cierto
que este cuentacuentos no daba sus consejos sino a demanda. También es verdad
que muchas de sus historias son tan árabes como las Mil y una Noches: los
árabes no solo contaban historias de amor y fantasía a lo Aladino.
Y, bien mirado, se trata de uno de los libros más simpáticos
de la Edad Media española. El conde y su consejero son lo que se dice unos
buenazos y caen tanto más en gracia en cuanto se expresan en ese castellano del
XIV, tan ingenuo a nuestra vista. Es como un humorista andaluz o argentino que
resulta más chispeante a los foráneos por mor de su acento. Y uno no puede
evitar sonreír de hecho muchas veces, como al ver a esos dos caballos que se
llevaban muy mal, a los que deciden echarles a un león para conseguir que se
entiendan; o al moro de la mujer antojadiza, a la que preparó un estanque con
barro a base de azúcar, canela y clavo; y, por supuesto, al padre y al hijo con
su burro, que nunca lo hacían bien, ya se montara el uno o el otro, los dos o
ninguno.