Lo que más recuerdo de esta novela es el anís lactescente
siciliano, con el que se emborracharon los chiquillos que asesinaron a su
maestra. Curiosidad morbosa que sólo quedó satisfecha treinta años después,
cuando me encontré en Palermo con un anís de sesenta grados que, en efecto,
deja un poso lechoso.
Giorgio Scerbanenco ha escrito más que el Tostado,
pero con este título basta para hacerse una idea de su novelística. Pulsa unos
resortes muy vistos pero siempre eficaces: crímenes horrendos, polis duros,
delincuentes más duros todavía, una visión tétrica de la sociedad que permite
que esos monstruos crezcan en su seno. Los asesinos son aquí un grupo de
escolares a cual más desesperado, de trece a veinte años, manejados hábilmente
por un monstruo adulto. Una gran parte de la novela la constituyen los
interrogatorios a estos chicos. "En un interrogatorio, quien acostumbra a
perder es el que interroga, porque --a menos que no recurra a la fuerza
física-- el interrogado camina plácidamente sobre las mentiras e invenciones y
la ley no puede hacerle nada". Este desamparo de la ley es otro resorte
eficaz; pero en este caso, al contrario de lo que sucede con Mickey Spillane
o con las películas de Charles Bronson, no tiene el contrapunto del duro
que da su merecido a los malos, bordeando la ley.
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