05 diciembre 2013

El señor presidente


Es posible que lo más parecido a una muerte en vida sea la existencia bajo un régimen totalitario. Camila "había muerto sin dejar de existir, como en un sueño", cuando todo a su alrededor se vuelve hostil, siendo su único delito el ser hija de una persona caída en desgracia del déspota. Me resulta inevitable pensar en Nicolae Steinhardt, cuando al principio de su Diario de la felicidad propone, como una de las tres salidas para aguantar en una de tales situaciones, el pensar, de modo irrevocable, que estás muerto. Uno piensa, también, en los campos de concentración, donde uno acaba convertido en algo peor que un animal, en algo más cercano a un zombie, si tiene suerte de asumir esa condición.

Al comenzar El señor presidente, uno tiene la sensación de volver a Tirano Banderas, y tal vez sin esta obra Miguel Ángel Asturias no hubiera concebido su novela. Al avanzar en la lectura, sin embargo, aquello se vuelve mucho más horrible, porque la novela de Valle-Inclán se recrea en la caricatura, es como un retablo de marionetas, mientras que lo de Asturias da una fría y odiosa sensación de realidad, sobre todo cuando uno conoce relatos, tristemente realistas, como los de Steinhardt. Y es curioso que cuando un autor más o menos escorado a la izquierda trata de satirizar el ambiente de las dictaduras mediante el esperpento, no hace sino retratar en alta definición los regímenes socialistas. Cualquiera que haya tratado de moverse en Cuba podría reconocer como las suyas las cadenas que atenazan a los infortunados personajes de El señor presidente.

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