Es posible que lo más parecido a una muerte en vida sea la
existencia bajo un régimen totalitario. Camila "había muerto sin dejar de
existir, como en un sueño", cuando todo a su alrededor se vuelve hostil,
siendo su único delito el ser hija de una persona caída en desgracia del
déspota. Me resulta inevitable pensar en Nicolae Steinhardt, cuando al
principio de su Diario de la felicidad propone, como una de las tres
salidas para aguantar en una de tales situaciones, el pensar, de modo
irrevocable, que estás muerto. Uno piensa, también, en los campos de
concentración, donde uno acaba convertido en algo peor que un animal, en algo
más cercano a un zombie, si tiene suerte de asumir esa condición.
Al comenzar El señor presidente, uno tiene la
sensación de volver a Tirano Banderas, y tal vez sin esta obra Miguel
Ángel Asturias no hubiera concebido su novela. Al avanzar en la lectura,
sin embargo, aquello se vuelve mucho más horrible, porque la novela de Valle-Inclán
se recrea en la caricatura, es como un retablo de marionetas, mientras que lo
de Asturias da una fría y odiosa sensación de realidad, sobre todo
cuando uno conoce relatos, tristemente realistas, como los de Steinhardt.
Y es curioso que cuando un autor más o menos escorado a la izquierda trata de
satirizar el ambiente de las dictaduras mediante el esperpento, no hace sino
retratar en alta definición los regímenes socialistas. Cualquiera que haya
tratado de moverse en Cuba podría reconocer como las suyas las cadenas que
atenazan a los infortunados personajes de El señor presidente.
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