14 octubre 2008

El capitán Alatriste


"No queda sino batirnos", suele decir el pendenciero Quevedo que nos dibuja Pérez-Reverte en su ficción. No queda sino agradecerle al novelista el buen rato pasado con la lectura de El capitán Alatriste. ¿Con qué palabras elogiar la maestría narrativa, la contundencia expresiva, el encanto de las figuras, el perfecto acabado de cada capítulo y la trabazón entre todos ellos? Dumas puede sentirse orgulloso de su discípulo. Como decía Vargas Llosa por otra novela, "uno siente que este relato está amasado con el barro de las más auténticas, de las insobornables historias". Y ahora vamos a las profundidades.


Es claro que la obra debe gran parte de su gancho al atractivo del protagonista. Alatriste se sabe pecador ("he quebrantado los diez mandamientos") y no se cree un héroe, es más, se muestra escéptico con respecto al heroísmo. "Estábamos demasiado cansados para correr", responde, cínico, cuando alguien pondera el aplomo de su compañía en la retirada. Sin embargo, es fiel hasta la muerte a los principios morales que orientan su conducta, al código que se ha marcado: hay un límite que su conciencia no traspasa; la vida suya y la de los demás le importa poco, pero no mata a sangre fría, y devuelve el dinero cuando descubre que le habían metido, con engaño, en un juego demasiado sucio. Todo ello sin hipocresía, con semblante grave y un desengaño que no es, como en su creador, una pose. Si añadimos el ambiente de corrupción generalizada que se nos pinta como fondo, podemos decir que estamos ante una auténtica novela negra, con su Philip Marlowe, esta vez sin oficio de detective y trasladado a la España del 600.


Nota redactada en enero del 2000