La narración sorprende con un arranque diría que distópico,
pues el kiosquero le vende el cuaderno de tapadillo, ya que “está prohibido”.
No sabemos por qué, pero el hecho es que, en efecto, el diario parece tener un
poder maléfico, pues la lleva a una introspección que revela… ¿su verdad?, no,
sino su debilidad. Poco a poco Valeria se sume en un abismo de autocompasión y
victimismo que perjudica a la relación con su familia y la lleva a buscar la felicidad
en brazos de su jefe, otro cuarentón insatisfecho.
El desenlace a lo Casablanca
es algo escéptico, pero nos muestra a una Valeria que se sobrepone al ridículo
que estaba a punto de hacer y opta por la relativa felicidad que proporciona la
fidelidad a los vínculos contraídos, por encima de estúpidos romanticismos
extramatrimoniales y cuarentones. Más de un lector lo lamentará, quizá también
la propia autora, pero yo brindo por la decisión de Valeria. Por cierto: un
futuro nieto tiene la culpa.
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