Thenardier, con todo lo canalla que fuese, salvó la vida en
Waterloo a un oficial napoleónico que se convirtió en yerno de un burgués
acomodado, el cual le obligó a entregarle a su hijo. El hijo, Marius, se entera
ya adolescente de que tenía un padre glorioso y abandona a su abuelo para reivindicar
la memoria del progenitor aun a costa de vivir en la pobreza. Un día ve a una
joven que acostumbra a sentarse con su padre en una barriada de París y se
enamora perdidamente. La suerte liga al padre y la hija por un lado y a Marius
por otro con una familia de indigentes, los Jondrette. El lector que no sea más
que medio tonto habrá reconocido pronto en los primeros a Jean Valjean y
Cosette, pero no resulta tan fácil reconocer en los Jondrette a los Thenardier,
porque
Hugo se reserva la sorpresa
para el momento cumbre.
Esa tercera parte de Los
miserables presenta, internamente, dos partes a su vez: una descriptiva,
donde Víctor Hugo se dedica a
trazarnos el perfil de varios grupos sociales del París del XIX, en los que se
encuadran los personajes: el de los golfillos (gamins), el de los jóvenes posrevolucionarios, el de los ladrones;
y otra parte narrativa, un auténtico thriller,
donde Hugo se muestra como todo un Alejandro Dumas, llevándonos de emoción
en emoción en un enfrentamiento a muerte entre Valjean y Thenardier.
Y, para llevar la tensión al límite, Javert.
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