Perceval sale de casa de su madre con la ambición de llegar
a ser un caballero, a ser posible uno más de la corte de Arturo. Lo consigue en
poco tiempo, pues se revela como un guerrero extraordinario, capaz de tumbar a
los más prestigiosos del oficio. Como en otras producciones de este tipo, el
relato avanza por adición de aventuras, siendo la más famosa la estancia en el
castillo del Rey Pescador, donde contempla el paso de una comitiva que lleva unos
misteriosos objetos: una lanza de la que sale siempre sin consumirse una gota
de sangre, un
grial (al parecer una
fuente o bandeja, en esta primera salida de tal recipiente) y otro que ahora no
recuerdo, tal vez un plato. Como sabemos después, mucho habría cambiado la
historia si Perceval se hubiera atrevido a preguntar por la finalidad de esa
procesión. Siguen nuevas aventuras, pero, en esta versión inconclusa que hemos
recibido, el protagonismo pasa en seguida a Gauvain, sobrino del rey Arturo,
que se enfrenta a caballeros con malas pulgas y a doncellas traidoras.
Si hacemos caso a los expertos, esos relatos artúricos
encierran un gran simbolismo. Lo cierto es que, si prescindimos de eso, se
trata de productos bastante anodinos, a no ser que uno tenga imaginación para
representarse “los pendones y estandartes y banderas, los castillos
impugnables, los muros y los baluartes”, que decía Jorge Manrique. Y peor aún si leemos, como es el caso, una
traducción en prosa: es como si te cuentan una película en vez de verla.
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