16 noviembre 2023

Hay un momento en el Don Juan

de Torrente Ballester en que los diablos se hacen cruces (o lo que se hagan los diablos) de que Dios, al crear al hombre, haya caído una vez más en la debilidad de hacerle libre, con el riesgo que eso conlleva, como bien sabían ellos. La historia de la humanidad, al final, no es más que un combate entre el bien y el mal, donde el bien parece llevar las de perder, tantas veces, por eso mismo: porque no puede renunciar a la libertad, sino a costa de dejar de ser bien. En el pasado reciente de España, la izquierda se viene atribuyendo el haber sido el artífice de la democracia, a la que los franquistas (las derechas) no tuvieron más remedio que avenirse. Lo difunden por interés, claro, pero tengo la impresión de que han acabado creyéndoselo porque les resulta sumamente difícil aceptar que el régimen anterior tuviese la debilidad de volver a admitirles al juego político, cuando tenían todo atado y bien atado. Y atado y bien atado habría seguido si no fuera por la creencia en la libertad de la mayor parte de las personalidades que configuraban el régimen. Desde la ley de reforma política para acá, tal como se ve desde la atalaya del 2023, no hay sino una obscena carcajada de triunfo de la izquierda, subsecuente a la gran perplejidad que les causa la dicha debilidad del rival, al que no aspira sino a anular políticamente. Como la libertad humana para los demonios, las libertades políticas y civiles no son, para socialistas y adláteres, más que ocasión para “la gran venganza”, en expresión de Jesús Lainz.