Guillaume Derville, en Amor y desamor:
Es normal… que la apología de la impureza revista cierta arrogancia, un orgullo que pretende –sin lograrlo– revestirse de dignidad, porque oculta una susceptibilidad y una sensibilidad a flor de piel, “en carne viva”. Es una altanería que busca el reconocimiento, pero que necesita presentarse como víctima, pretendiendo así autojustificar su falta de control personal, y teorizando sobre la bondad de la propia conducta inmoral. En este caso, la dificultad –más que la falta de pureza, que después de todo puede ser comprensible o excusable y en todo caso siempre perdonable– es el orgullo, que impide la contrición y por esto cierra la vía del perdón. Este fue el pecado de Sodoma, como deplora Isaías: “La expresión de su rostro lo denuncia, ellos mismos proclaman su pecado, no lo ocultan. ¡Ay de ellos!” (Is 3, 9)
Y por eso la proclamación del orgullo tiende a dilatarse: un
día, una semana, un mes…