Entre los hábitos lingüísticos que me incomodan está el de llamar sistemáticamente monjitas a las monjas.
Será todo lo bienintencionado que quieran y, desde luego, no
voy a recriminar a nadie que lo haga. De hecho, hay comunidades que se llaman a
sí mismas hermanitas, por ejemplo.
Pero no puedo evitar percibir un deje como de compasión, en ese diminutivo; o
quizá de ese cariño que se tiene con lo débil y desamparado.
Cuando lo cierto es que son ellas las que deberían
utilizarlo con nosotros, que somos los realmente débiles y desamparados: esos seglarcitos…