26 febrero 2021

Memorias inéditas de José Antonio Primo de Rivera

Carlos Rojas tiene cierta fascinación por los dictadores, tal vez por ser sobrino de uno. En esta ocasión se inventa nada menos que las confesiones de Stalin. No son confesiones en el sentido de descargo de conciencia, porque este hombre la tenía sepultada muy profundo, la conciencia. Simplemente se explaya a gusto ante una persona que no iba a adularle ni a decirle amén, como es José Antonio. Rojas imagina que agentes de Stalin se lo llevaron a Moscú dejando que fusilaran a otra persona en su lugar, ¿con qué intención?, esto no queda nada claro en la novela, pues parece algo endeble la excusa de que Stalin sentía curiosidad por cambiar impresiones con un jefe fascista. El hecho es que los dos dialogan sobre la muerte, la condición humana, la historia o las atrocidades del siglo. Stalin razona como un psicópata, es decir, como una persona normal pero con absoluto desprecio de la dignidad humana, considerándose nada diferente de quienes asolaron Hiroshima, mientras que José Antonio trata de poner el contrapunto cristiano, al tiempo que siente la angustia de ser alguien que vive en lugar de otro, cuyos gritos le atormentan de modo cotidiano.

Rojas hincha el perro con el relato pormenorizado del asesinato de Trotsky, que contrapuntea el diálogo entre los dos hombres, narrado por José Antonio a un interlocutor desconocido desde su presente de exilio en México y en una fecha próxima a la muerte de Franco. No veo tampoco clara la función de esta línea narrativa en la novela, que se entrecruza temáticamente con la otra puesto que Stalin fue el asesino; pero al menos alivia la posible monotonía del diálogo Stalin/José Antonio. En todo caso, este relato tiene un carácter objetivo e histórico frente a la total ficcionalidad del resto.

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