Una de las cosas que para mí dan la talla de un novelista es
que sepa plasmar la diferencia entre la psique femenina y la masculina, sobre
todo en cuestiones amorosas. En trance de adulterio, la mujer hace una opción;
el hombre cede a un gustazo. Por lo menos antes de Paquita la del Barrio y
Almudena Grandes. Andrés puede poner todos los pretextos de religión y de moral
que quiera, pero su distanciamiento con respecto a Ana María se debe a que esta
se le suben los humos y de algún modo él pierde el control sobre ella; así no
tiene gracia. Cuando se le echa en brazos llorando, pasan los escrúpulos a
segundo plano.
En dicho trance, la mujer se entrega; el hombre se
posesiona. Por eso Ana María, que no entiende “que pueda haber pecado donde hay
amor”, renuncia a Andrés justamente porque ese amor incluye la felicidad del
amado, que ella no le puede proporcionar. Ese acto de renuncia acaba al fin con
esa tristeza “que ha sido el acompañante más frecuente en nuestra relación”.
Cada novela que leo de Torcuato
Luca de Tena me parece la mejor de las suyas. Urde tramas dickensianas, con
ramificaciones que tienen su interés por sí solas pero que acaban convergiendo
en el desenlace sin que se note el artificio. Es cierto que todo acaba demasiado
bien, pero eso ocurre también en las películas de Frank Capra, y nadie les regatea su calidad. Símil imperfecto, por
cierto, porque aquí no hay nada de ternurismo; al contrario, hay momentos de
dureza extrema, que nuestro autor maneja con la habilidad que se requiere para
no hacer concesiones al morbo.
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