Vi la película de Visconti con suma indiferencia, pues fue en aquellos años en que se ponía la televisión casi automáticamente y se tragaba uno lo que echaran. Solo me sorprendió que la figura femenil que aparecía en la foto del diccionario enciclopédico, sub voce “cinematografía” o quizá “Visconti”, no sé, era en realidad un chico, el efebo de la obra. Pero creo que el tedio que nos causó a todos la película no fue superado siquiera por la natural repulsión que causa el ver a un señor mayor fascinado por un jovencito.
La de Thomas Mann,
de todos modos, no es una novela sobre la pederastia, sino sobre ese tema tan
grato a los centroeuropeos, desde del Romanticismo, que es la reflexión sobre
la belleza y el arte. Se dice de Santo
Tomás que quiso destruir sus escritos tras una aparición de Jesucristo: ninguna construcción
teórica valía la pena ante la presencia de la pura belleza. Es lo que le sucede
a Aschenbach, el creador meticuloso, “el poeta de todos los que trabajan al
borde de la extenuación”, cuando descubre a Tadzio y lo sigue a todas partes,
fascinado. La enfermedad y la muerte están ahí también, como es habitual en las
novelas de Mann, entablando una
relación con el tema principal que, una vez más, se me escapa. Seré demasiado
mediterráneo.
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