06 septiembre 2020

Empezar una novela de Antonio Prieto

 es preguntarse qué capricho lingüístico habrá tenido nuestro hombre esta vez. En Carta sin tiempo, por ejemplo, le da por utilizar de modo peculiar la preposición en, cosa que también se advierte, por ejemplo, en su estudio Morfología de la novela. En Isla blanca, cuya lectura acabo de emprender, la ocurrencia estriba en el uso transitivo del verbo caminar (caminar la calle), pero casi siempre como metáfora: caminar la vida, etc.

Es uno de sus atractivos… hasta que deja de tener gracia, por lo reiterativo.

Otra de las constantes de Prieto es la inclusión en sus novelas de personajes históricos, sobre todo del campo de la literatura. En Isla blanca hay extras como Gerardo Diego, Benavente o Galdós, y entre otras se cita una novela de un tal José Francés que me es desconocido: figura menor, al parecer, del mundo literario de la Edad de plata, según la Wiki reputado crítico de arte y novelista a ratos, que durante la guerra civil se refugió del interés de la izquierda por la cultura en la embajada de Rumanía, eludiendo así el destino de los Maeztu, Hinojosa o Maura Gamazo.

Y luego están esas manoletinas que se permite con la composición narrativa. En este caso, le da por partir los capítulos en medio de una carta, la que escribe Andrés a Helena o Helena a Andrés, dejándola a veces a la mitad de una frase. Por supuesto, es inútil buscar sentidos ocultos a tal proceder. Son cosas de virtuoso.