El hombre eterno es un ensayo polémico, como es
habitual en Chesterton, pero va mucho más allá. Sucede como en los
viejos tratados de apologética, el de san Ireneo o el de Orígenes,
que, concebidos como defensa de la fe frente a herejes o paganos, acaban siendo
obras de referencia en la teología. La idea de Chesterton es
tratar de mirar el cristianismo desde fuera para juzgarlo sin prejuicios, que
es precisamente la actitud que no encuentra en los críticos de la fe. En estos
suele advertirse una animosidad que están lejos de mostrar contra las
religiones o las filosofías precristianas o ajenas a nuestro entorno. Si
realmente el cristianismo no interpelase a su conciencia, su actitud debería
ser muy otra. Por eso al autor, en la introducción, ruega “a dichos críticos
que intenten hacer tanta justicia a los santos cristianos como si se tratara de
sabios paganos”. De hecho, al él le “daría vergüenza decir acerca del lama del
Tíbet estupideces tales como las que ellos dicen acerca del Papa, o tener tan
poca comprensión con Juliano el Apóstata como la que ellos tienen con la
Iglesia de Cristo”.
Sus dos partes configuran un tratado sobre el hombre viejo y
el hombre nuevo, es decir, el hombre en su naturaleza y el hombre regenerado y
elevado por Cristo. Lo que no es decir poco. De hecho, es decir todo un
tratado de antropología, filosófica y teológica, sobre el que habrá que volver
muchas veces. Pero es su perspectiva de polémica con el escepticismo moderno lo
que le confiere su singularidad frente a las obras de teólogos contemporáneos.
Ese tono polémico que le permite decir, por ejemplo, que “tras la llegada del
cristianismo ningún pagano de nuestra civilización ha sido capaz de ser realmente humano”, porque tras
la era de gracia no hay vuelta atrás posible.
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