Paulina Crusat nos hace un recorrido por los años de infancia de Monsi, la adolescente que coprotagoniza su novela ulterior, Las ocas blancas. Vemos crecer a Monsi como quien ve en un documental del National Geographic el desarrollo de una planta o un atardecer en la selva. Por utilizar otra imagen, los capítulos de esta novela, sobre todo los primeros, me recordaron a una sección de la Enciclopedia de la vida que tenían mis tíos, un mamotreto con cuyas ilustraciones yo me entretenía mientras los mayores conversaban sobre el pasado. Bueno, digo, en la sección titulada “El niño y su mundo” se explicaba la psicología del niño a lo largo de los años, desde su nacimiento. Aquí, claro, el asunto se trata literariamente y de modo, como dicen hoy, personalizado. La voz narrativa nos mete en la conciencia de Monsi haciéndonos percibir lo que percibe, sentir o pensar lo que ella pensaba o sentía, siempre en relación con su entorno: paisaje, familiares, vecinos, van siendo definidos gradualmente, a medida que la protagonista se afirma como persona.
Crusat utiliza,
como cabía esperar, el mismo estilo que veíamos en Las ocas blancas: una prosa impresionista, de filigrana, que se
hace cuesta arriba por la ausencia de grandes emociones pero que enamora por su
virtuosismo. Como dije en otra ocasión, si alguna vez “dormita” es por exceso,
por imágenes demasiado alambicadas (un
amor triste y punzante como el olor de la tierra labrada cuando sale la luna:
¿?), pero convence cuando no aspira a elevarse en exceso (Aquí el agua ya no murmura. Desde su cauce hondo y estrecho, canta y
llama). El presente narrativo nos hace contemporáneos de los hechos y, a la
vez, la tercera persona sirve, diríamos, para justificar el vuelo literario,
impropio de una niña, claro. Es curioso el uso del indefinido uno, así, en masculino, para referirse a
la propia Monsi (…ya sin él siente uno
que estas conversaciones son impúdicas):
de algún modo, actúa de enlace entre la voz narrativa y la conciencia
que esa voz va desplegando ante nosotros.
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