Berdiaeff fue marxista y conserva, cuando escribe esta obra, algún respeto por su viejo maestro Marx: de hecho se la dedica a él. Quizá por ello parte de la existencia de la lucha de clases, que niegan otros, como los burgueses o los reaccionarios. La lucha de clases existe y la provoca el capitalismo, que es el enemigo a vencer si se quiere acabar también con el comunismo, pues este no existiría sin aquel. El comunismo necesita de la lucha de clases y del capitalismo como un presupuesto previo a la conquista del poder por el proletariado y como eslabón sine qua non para llegar a ese punto omega de la historia que es la sociedad sin clases. El cristianismo, en cambio, es incompatible con la lucha de clases, pues no es religión de confrontación sino de concordia. El objetivo de una acción social cristiana sería acabar con esa lucha propiciada por el capitalismo. El cristianismo, en efecto, debe tomar partido por el obrero frente al gran capital y frente a la burguesía, que deshumanizan al hombre y convierten su trabajo en mercancía. Vemos, pues, el eco de la enseñanza de los papas, aunque estos no condenen el capitalismo en bloque sino sus vicios iniciales y sus posibles derivas hacia la deshumanización del trabajador. Por cierto que Berdiaeff, dentro de su exposición, llega a hablar de pasada de la santificación del trabajo, aunque no lo desarrolla, claro. Tampoco desarrolla lo que sería su concepto de una alternativa al capitalismo y, aunque cuando habla de socialismo lo hace con más simpatía que cuando se refiere al comunismo, cabe deducir que lo suyo sería más bien un sindicalismo, nacional o no. Digo esto porque su crítica habría gustado bastante a José Antonio, que no sé si lo leyó.
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