Estos relatos no son “siniestros” salvo en una leve
proporción; sí fantásticos, pues tienden a la alegoría; en más de uno nos
encontramos con ese desfile de personajes-tipo al estilo del
Criticón gracianesco, salvo que aquí a
veces es difícil identificar un correlato en la actualidad. Lo siniestro está
presente en “La marca de nacimiento”, en forma de obsesión malsana; tal vez en “Feathertop”,
el espantapájaros que cobra vida gracias a su fabricante la bruja, una especie
de Gepetto femenino, aunque realmente predomina la sátira de las vanidades;
tiene algo de inquietante “El artista de lo bello”, sobre el relojero que busca
“espiritualizar la máquina”; y, desde luego, es inquietante “La hija de
Rappaccini”, la que se alimenta de veneno, la del aliento venenoso, ese diablo
disfrazado de bella inocente. La alegoría es palmaria, ya desde el título, en “El
egoísmo, o la serpiente en el pecho”; y lo moral prevalece en un título como “el
entierro de Roger Malvin”, sobre el tipo que ha de purgar la ruptura de su
promesa de enterrar al amigo muerto en la guerra.
Desfile de tipos, dijimos: sí, y en realidad la mayoría de
los cuentos de Hawthorne responden al esquema de “parada de los monstruos”:
monstruos que pueden ser los seres desgraciados de “El banquete de Navidad”,
los productos del alma humana en “El holocausto de la tierra” y en “Los nuevos
Adán y Eva”, los clientes del demonio en “El joven Goodman Brown” o los poetas
muertos en “La correspondencia de P.” Unos desfiles, con frecuencia fatigosos,
que nos muestran la cara “siniestra”, sí, del ser humano, por acumulación de
miserias. Cada uno podría ser un infierno.
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