Extraña novela, dicho sea para empezar. Es de un naturalismo crudo (el tipo nos hace contemplar apareamientos y partos difíciles de reses) y al mismo tiempo te relata ensueños mágicos como si fuera Michael Ende. No es esta, al parecer, su producción más apreciada, pues en todas partes te mencionan a Huysmans ligado a Au rebours, que figura como monumento del decadentismo. Y es curioso que después de esa incursión decadente regrese al naturalismo. Bueno.
Podría decirse, volviendo el tópico al revés, que es un menosprecio de aldea (aunque no alabanza de corte), ya que los protagonistas se refugian, por necesidades económicas, en el campo, en el vetusto castillo que administra un tío de ella. Uno casi se ríe viendo su penosa adaptación a este medio casi salvaje, de la mano del tío Antonio y la tía Norina. Salvaje por el medio y por sus habitantes, toscos hasta decir basta. Jacques (Santiago, en la traducción que utilizo) tiene además que pechar con la enfermedad nerviosa de su mujer.
Lo que sorprende para bien es la maestría descriptiva de Huysmans, que no te da reposo
intentando imaginar las galerías del castillo que se cae a pedazos, la masa
viscosa del ternero que nace, la vegetación agobiante de agosto e incluso los
paisajes lunares que sueña Jacques, con enumeraciones casi caóticas. Al final
deben regresar a la ciudad y nos quedamos con los dos bestias de los tíos en un
rasgo chusco de tosquedad pueblerina.