Leo a uno de mis publicistas favoritos: "Ahora llaman a
nuestra puerta cientos de miles, quizá millones, de refugiados que huyen de la
guerra y el hambre; es Cristo quien viene, pero Europa lo ve como un peligro y,
paralizada por el pánico, se atrinchera detrás de sus muros".
Y pienso que lo que yo veo es justamente lo contrario: que
son los gobernantes que más apuestan por la laicidad y los que se están
cargando a Europa con sus políticas antifamiliares quienes más partidarios se
muestran de abrir las puertas, mientras que los celosos de la identidad europea
y cristiana optan por mantener bajo control el fenómeno migratorio. ¿Extraño?
No tanto si uno aplica la sencilla operación que proclamaba
el castizo personaje de La verbena de la paloma: distinguir. "Porque
tú, a veces, no distingues".
Si yo soy cristiano, tengo que ver a Cristo en cada persona
que se cruza en mi camino: porque él vive, o está deseando vivir, en Alí, en
Nelson Francisco o en Tsvetelin, y por Alí, por Nelson Francisco y por
Tsvetelin ha dado toda su sangre. Y por eso merecen que los trate como lo haría
con el mismo Hijo de María.
Pero si yo soy político, estoy obligado también a ver a
Mahoma. Y Mahoma significa problemas. Y yo estoy ahí para procurar el bien de
mis ciudadanos. Por eso encuentro perfectamente compatible mantener con mi
dinero a uno, a dos o a diez refugiados, hasta que puedan regresar a su país en
paz, y promover políticas de control de la inmigración cuando existe un riesgo
cierto de conflicto social o de entrada masiva de individuos peligrosos en un
contexto internacional de alerta por terrorismo. Tampoco es cristiano chuparse
el dedo.