Esa regulación voluntaria del propio confort no es nada
comparada con el esfuerzo de un operador de televisión que lleva su instrumento
de trabajo al hombro, o con el de un oyente obligado a escuchar a alguien
pronunciar una conferencia mientras lucha contra el sueño, ni a quedarse
encajonado durante una interminable comida entre dos interlocutores
particularmente sosos, ni tampoco con las innegables [sic ¿por inacabables?]
sesiones de gimnasio de los deportistas para mantenerse en forma en sus
competiciones.
Guillaume Derville,
Amor y desamor. La pureza liberadora