Uno se apega a cualquier cosa, y me voy a poner melancólico
cada vez que vea el Cerro de San Cristóbal vacío de esa doble espadaña, o como
quiera llamarse, que enmarcaba el monumento a Onésimo. Desde que tengo
uso, no ya de razón, sino de sentidos, ha formado parte de mi entorno, de mi circunstancia,
eso que al parecer es tan de uno mismo como el alma. He vivido cincuenta y dos
años al pie, como quien dice, de ese cerro coronado por el monumento: él
indicaba que estabas en casa al volver de viaje, y en cierto modo era el propio
Valladolid que te decía adiós al salir. No dejará de estar el cerro pero no es
lo mismo.
Onésimo Redondo Ortega nunca me dijo gran cosa, y su
monumento era ya una cochambre, porque el anterior alcalde optó por
abandonarlo, como si fuera la estatua de la libertad del Planeta de los Simios.
Pero no dejaba de simbolizar el Valladolid moderno, dentro de esa España que se
hizo moderna, paradójicamente, bajo la dirección de un régimen tradicionalista.
Así que me duele que lo quiten con ese espíritu cainita que sobrevive en la
izquierda española. En eso nunca defraudan.
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